Estamos como estamos, más pallá que pacá, de la chota, majaretas perdíos, con el norte en el trasero y el cerebro licuado y no es por el calor que, sí, nos achicharra tres días de cuando en cuando pero poco más, lo que no es poner en duda el cambio del clima, el calentamiento global y el deshielo en los polos, tan evidentes como la propia enajenación del ser humano, paulatinamente menos humano y más ente que ser. Y da igual a dónde miremos cuando somos capaces de hacerlo a otro lugar que no sea la pantalla de nuestro móvil, horizonte del individuo en el que se reduce la esperanza si es que en alguna ocasión nuestra especie ha dado lugar a ella. Ya, que no hay para tanto, que ese pesimismo se antoja irracional, que siempre que llueve escampa y hasta ahora hemos sabido sobreponernos una y otra vez a nuestros destrozos aunque hayan sido incontables, notorios y variados desde que conseguimos erguirnos sobre el planeta y usar las manos para todo... y sobre todo para estropearlo. Pues quizá no. Pero la humanidad (?), por historia y experiencia, no impulsa precisamente la confianza. Entonces, cuando nos erguimos en pelota picada y empezamos a usar las manos y a perder pelo, algunos más que otros, lo primero que hicimos fue vestirnos. Y ahora, después de Trump, lo último-último de moda es salir a la calle en boxer, o sea, en calzoncillos. Así que sí, ya hemos invertido el proceso. En nada, todos de nuevo neandertales. Más aún.