"De un país lejano llegó...". La sintonía de estos dibujos animados que recreaban las andanzas de la mascota de los Juegos de Moscú’80, El osito Misha, dormita como mi primer recuerdo olímpico, al que siguió la final de baloncesto de Los Ángeles’84 o aquellas eternas noches sin pegar ojo de Seúl’88 desde el sofá-cama ante un televisor aún en blanco y negro –el color llegó con Cobi–, con permiso de unos padres conscientes de mi delirio y que la edad no atemperó. Las cortinillas que daban paso indistintamente a los sucesivos deportes con voces inconfundibles como las de Olga Viza, María Escario o Paloma del Río servían de aderezo a una pasión que se cumplimentaba al día siguiente con la lectura voraz de las crónicas de aquellas hazañas distinguidas mayormente por barras y estrellas que inmortalizaban a sus héroes y heroínas. Porque las gestas lucían mejor impregnadas en tinta que, años después, contaríamos en estas mismas páginas de puño y letra mientras algún jefe me preguntaba a qué hora me había puesto el despertador para conectar metafóricamente con Sídney. Papel que, al peso y con un tono amarillento, pervive almacenado en rincones de aquella misma casa, y que hoy se ve periodísticamente amenazado por pantallas inundadas de información, cual vertedero de residuos, pero sin alma. Sin una voz, un corazón y manos que conviertan esas aventuras en lo que son: los sueños de algún otro niño. Permítanme el ataque de melancolía.

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