Los ves por la calle con esas nucas trasquiladas y no quieres ni pensar que te suceda a ti. Hasta que se planta en la cocina: “Quiero cortarme el pelo, pero no donde siempre”. Le darías al botón de pausa para no oír el resto, pero la vida no tiene. “No sé si hacerme un mid fade en pico o un burst fade con polvos texturizadores”. Te agarras a la encimera mientras buscas en Google qué demonios es eso y te preguntas en qué momento se ha hecho ese máster en peluquería si no se ha movido del sofá. En una horita con el móvil en la mano ha aprendido lo que otros en meses en un curso CCC. Las imágenes de algunos peinados te desconciertan y no sabes si las ha hecho un profesional o una cuadrilla borracha al novio en su despedida de soltero. En cualquier caso, te haces una idea de por dónde van los tiros, de que puede entrar en la barbería un preadolescente y salir un cantante de reguetón y de que necesitas el First no para trabajar, sino para entender a tus hijos. Tras arduas negociaciones –es más fácil convencer a los negacionistas del cambio climático– acuerdas un mal menor. Antes te sentaban encima de un par de listines y te metían la tijera a la melena por donde decía tu madre. Era eso o cortar a lo chico. Ahora les piden que les enseñen la foto en el móvil y a ti solo te miran para pagar. Al menos no se ha pedido el Bandido Haircut de Nico que triunfa en TikTok tanto como él en la Eurocopa. Qué quieren, yo con las rastas rubias no lo veo.
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