Con la actividad de la caza tengo una relación de amor-odio. Por un lado, que el ser humano se aproveche de su inteligencia y capacidad de crear nuevas armas matadoras me parece abusivo con los animales que atrapan. El paso de los siglos ha demostrado que cada vez se caza mejor mutando la necesidad física para sobrevivir que imperaba antaño para el ser humano en una actividad regulada convertida en una afición que ensalza sentimientos atávicos. En el otro lado de la balanza se encuentra la necesidad de la actividad cinegética de todo tipo para controlar las especies que, sin depredadores propios, pueden andar a sus anchas con el desequilibrio del hábitat natural que supone. Ejemplo son las manadas de jabalíes que bajan a las periferias de las urbes para saciar su hambre en el fácil escenario de contenedores de basura. Este pasado domingo se celebró en Foronda el Día del Cazador y Pescador al que acudieron miles de aficionados y entre una de las varias reclamaciones que tuvieron a las instituciones como diana estaba la de permitir que menores acompañen a los cazadores en sus batidas. Es proselitismo total. Lógico. Si a un aita le gusta acudir a la naturaleza para protagonizar una montería quiere que su vástago herede su hobby. Lo entiendo, como ocurre con otras aficiones, pero la imagen de un chaval con traje de camuflaje y empuñando un arma, por mucho carácter instructivo que tenga, no es la opción más querida en la sociedad actual.