Las plataformas se han convertido en una fábrica de series que no respetan a nada ni a nadie. Hacen biopics de cualquier pelagatos y se recrean con el suceso más macabro y truculento. Esto va por la serie de Asunta, otra vuelta más de tuerca a nuestra fascinación por el mal. Pero también por la docuserie sobre El Rey del Cachopo, condenado por asesinar y descuartizar a su pareja Heidi Paz. De nuevo, telaraña de secretos, falsas identidades, crímenes y maquiavélicos personajes. Estos días, Patricia Ramírez, la madre del Pescaíto, el niño de ocho años asesinado en Almería por Ana Julia Quezada, la novia de su padre, ha liderado la lucha contra el true crime, un formato de éxito asegurado. Ella ha conseguido parar la grabación sobre la muerte de su hijo. Una grandísima madre coraje que ha puesto pie en pared contra esa manera burda de forrarse con el dolor ajeno. Porque el tratamiento ficcionado de estos casos convierte a la persona en personaje y trivializa hasta el crimen más despiadado. Las niñas de Alcasser fueron un claro ejemplo del manoseo mediático morboso y sin escrúpulos. Lo sucedido con Miriam, Desirée y Toñi marcó el principio de la televisión más descarnada y nos enseñó que todo se compra y se vende. La cobertura mediática tomó una dimensión nunca vista y perdimos la cabeza. Pero las televisiones no escarmientan y vuelven una y otra vez al lugar del crimen.