Pueden felicitarme, si quieren. Esta semana he cumplido 60 años. Quizá no los aparente -la foto a pie de página debe de ser del siglo pasado-, pero el espejo es peor que el algodón, y no engaña. Así que me devuelve cada día la imagen una señora arrugada y con cara de mala leche. A menudo, no me reconozco porque he madurado de una manera rara. He pasado de estar verde a estar podrida. Y eso que solo me miro de cuello para arriba. El resto hace ya tiempo que se cayó al suelo y todavía no tengo un cristal en el piso. Dicen las revistas femeninas que los 60 son los nuevos 50 y los 50, son los antiguos 30. Pero esos reportajes no se la cuelan a mis articulaciones. Ni a mis oídos, ni a mis ojos... La cabeza aún resiste. Porque como “ser viejo” está mal visto, nos empeñamos en ser “joven de espíritu”. Vaya cuento chino. De poco sirve levantar pesas porque sigues teniendo los brazos como barras de pan de ayer. Y el pernil está cedido, no, lo siguiente. Lo del culo carpeta -cuando de la espalda pasas directamente a las piernas, sin transición- tampoco lo puedo superar. A eso de hacerse mayor, sinceramente, no le veo ventajas. Con el tiempo vas perdiendo colágeno, memoria, pelo, neuronas... Lo único que permanece fiel es la grasa. Ella es como el Rexona (otra vez me delato), que no te abandona. La edad es una cosa extraña. A la gente no le gusta envejecer pero aún le gusta menos no llegar a viejo.
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