Hace días que no me cruzo con la innombrable y voy a entrar en su cueva. Juré no hacerlo porque desde que estudia para la selectividad está entre pasivo-agresiva y demoniaco-explosiva y una tiene instinto de supervivencia. Pero me pica la curiosidad de si sigue con vida. Así que me asomo para ver si respira, como cuando nació y temía que dejara de hacerlo y ella, que me quedara ahí toda la noche mirándola. Está tibia y normocoloreada. Me piro sigilosamente, pero tropiezo con una bota, resbalo con un objeto no identificado, piso un cable, tiro el portátil y despierto a la bestia, que empieza a declinar en latín y da más yuyu que la niña de El exorcista. Luego me pregunta, como si fuera una cuestión de estado, si subraya los apuntes de Marx con rotulador rojo comunista de punta gorda o fina. La miro como las vacas argentinas a Milei cuando le da el telele, acongojada por si se le ha ido la olla. No sería la única porque el domingo la invitaron a una disco para festejar que habían aprobado la EBAU antes de presentarse. Será por si alguno muere en el intento, que le quiten lo bailao. Y aún me queda lidiar con el “qué me pongo” en la graduación, que es peor que hacer el First y el examen de conciencia juntos. Como no apruebe, la mando a estudiar inglés a la estación espacial o mejor me voy yo, que pensaba hacer un retiro espiritual en Belorado, pero entre las monjas rebeldes y el cura barman, hay un guirigay que ni en un pub.
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