HA pasado una semana desde la comparecencia con la que Pedro Sánchez firmó el epílogo del sobrecogedor drama de amor que puso ante los ojos de los ciudadanos. Todo terminó con el he decidido seguir que ya ha pasado a la historia y se entendió que, además de seguir en La Moncloa con más fuerza si cabe, también va a hacer lo propio con su pareja. Vive l’amour. Desde el momento en el que Sánchez dio ese trascendente paso para quedarse en el mismo sitio en el que estaba, han llovido los adjetivos tratando de definir la jugada. Prácticamente ninguno denota admiración ante la figura de un brillante estratega. Más bien todo lo contrario. Si me preguntan, diría que básicamente se trata de un gesto inclasificable, muy difícil de entender y de buscarle un razonamiento o un objetivo. Por ello, me inclino a pensar que no hay nada detrás y que todo fue culpa de un cable cruzado en un momento de furia. Lo más curioso es que, con todo, esa acción digamos que visceral no desentona con el sainete político que llevan años interpretando los líderes de los partidos en el Estado. La Operación Interruptus es una pieza más en un puzle bochornoso, con hitos como el apaleamiento de un pelele del presidente del Gobierno, el apoyo indirecto a las concentraciones ante la sede del PSOE, los pactos con la extrema derecha, la mordaz lengua de la reina de la fruta, el vacile de Sánchez a Feijóo en la investidura, la autodestrucción de la alternativa de izquierdas... Todo encaja y llena de contenido la chanza.