Vaya por delante que estas líneas están escritas antes de la final de Copa, en un alarde a mitad de camino entre la gallardía torera y la inconsciencia pueril. Fruto en todo caso de la ilusión que despierta un equipo  único en el mundo que viaja en volandas del Beti zurekin. Toca sacar la gabarra y, salvo desastre mayúsculo, surcará la Ría el próximo jueves. Lo merece una generación y media. Niños, adolescentes, jóvenes y personas ya en la madurez que no han vivido esa apasionante comunión entre equipo y afición que traslada la alegría por las dos márgenes de la ría. Lo merecen mis hijos, sobre todo el mayor, que nació en abril de 2008, justo un año antes de que su padre viviera en Valencia su primera final de copa con abrumadora frustración. De alguna forma, aquel chasco fue toda una catarsis, la confirmación de que lo importante no es ganar. También tiene valor la ilusión que despierta la posibilidad de levantar un trofeo. Las dos Supercopas ganadas en 2015 y 2020 demostraron que, a veces,  también se logra lo imposible. Fueron triunfos de gran mérito por los rivales, sobre todo la de Arabia Saudí, tras tumbar al Real Madrid y al Barcelona en semifinales y en la final. Algo que seguramente no habrá logrado ningún campeón de la Champions League. Ahí, si lo dejan en mis manos, ya habría salido la gabarra. Y, si hoy es un día triste para los athleticzales y no estamos pensando en la fiesta del jueves, no pasa nada. Sabremos que está más cerca el día en el que lo hará.