Que sí, que las palabras las carga el diablo. Alguien le pone un vocablo a algo y en nada se le dispara como una bala perdida. Incluso es posible que salga por la culata. Por ejemplo, “corrupción”. Gastado su significado de tanto uso, huele a pólvora mojada, pero sus sinónimos (descomposición, putrefacción, podredumbre, corruptela, depravación, prostitución, envilecimiento, deshonestidad, soborno, cohecho...) acaban esparciéndose como metralla cuando se apunta al objetivo por la mira de la política y sale por el cañón de los medios de comunicación. Siempre encuentra más de un blanco; incluso inconvenientes o inesperados. ¿Que no? Por ejemplo, “mascarillas”. Dicho así, de seguido, todo junto, resulta que las que se compraban en China en la zozobra pandémica para frenar al coronavirus SARS-Cov2 (¿se acordaban?) eran embozos de atracadores que desviaban ganancias como los cuatreros de los spaghetti-western distraían ganado. Vamos, que los bandidos de ambos lados del río (de acusaciones) separaban las sílabas de la palabra como aquellos reses; las vendían a precios desorbitados. Y luego, ya que hablamos de caras, más; y de máscaras, antifaces, caretas, está aquel otro término que algún avispado instruido atinó a encontrar. ¿No caen? “Tapabocas” les puso. ¿Se imaginan por qué? Sí, los sinónimos suenan como tiros. Por ejemplo, según la academia, ayuso es un adverbio en desuso que significa abajo, debajo.