OIGO a un chaval contar que una compañera le ha dicho en clase que tiene las pestañas muy bonitas y casi se me saltan las lágrimas, aunque aún no tengo claro por qué. ¿Será porque me pongo en la piel de sus padres y la que se les avecina? A ver quién le hace centrarse ahora en la pizarra digital si la del pupitre de al lado le pone ojitos. ¿Será de la emoción porque las chicas de hoy en día expresan sus gustos con naturalidad sin esperar a que sean ellos quienes les digan lo guapas, simpáticas o listas que son y les pidan para salir? ¿Será por lo poético que me resulta que una adolescente se fije en las pestañas de otro en vez de en su móvil, sus zapas o su sudadera? ¿Será porque a veces me hago un lío y ya no sé si decirle a un chaval que tiene el pelo o la nariz bonita o que es muy amable o divertido es un halago o ponerle en un aprieto o, lo que es peor, un microyoquesé? Y si es así, ¿cómo demonios se entabla una amistad o una relación a esas edades y en estos tiempos? Consulto con la innombrable, mi traductora resto del mundo-adolescentes, adolescentes-resto del mundo, y me dice que ahora se liga por Instagram, dando likes y poniendo corazoncitos o fueguitos si se lo quieren currar y yendo directos al grano si las hormonas apremian: “¿Quieres lío?” o “¿Quedamos?”. Así, a palo seco. Eso me pasa por preguntar. Del susto se me han secado las lágrimas. ¿Dónde quedó aquello de sus dientes son perlas?

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