SIEMPRE he admirado a esas personas capaces de defender sus posturas con argumentos, sin complejos y con educación. Incluso si muchas personas compartían los mismos planteamientos y hacían piña para defender unos intereses comunes me parecía una manifestación de fuerza. La unión hace la fuerza, me decía. Defendía la unión de la fuerza hasta que la realidad me ha hecho despertar de esa idea bondadosa del grupo. La unión en contra de todo y más para reírse del débil es un síntoma de una sociedad pobre y cruel. Cuando el grupo escuda a presuntos asesinos o incluso violadores, no es fuerza ni valentía sino debilidad. Ni siquiera prepotencia. Pero pasa. Lo vemos cada día en las situaciones más cotidianas. En los colegios con los casos de bullying que afloran a diario, en las cuadrillas con ese o esa a quien dejan aparte porque no cumple con los estándares marcados y hasta en el trabajo nunca falta esa persona a la que se le hace el vacío. Todo hasta que en tu entorno más cercano un día pasa algo que te hace pensar en lo que habría cambiado si hubieras salido del rebaño y no hubieses participado de las risas gratuitas. A veces ya es tarde pero otras aún estás a tiempo de reconducir situaciones. Porque entonces, cuando pasa una fatalidad, te das cuenta de que los corderos se quedan en silencio. Y mejor.

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