HAN pasado 30 años de aquellas campanadas, pero me resulta imposible olvidarlas porque casi muere atragantada, de la risa y con las uvas, toda mi familia. La culpable, Carmen Sevilla –actriz, cantante y presentadora, para los que ya iban directos a la Wikipedia– y su ocurrencia de acompañar cada gong con una frasecilla. La quinta campanada se la dedicó a los enfermos. En la sexta deseó que todos tuvieran trabajo. En la séptima, que todo el mundo encontrara la paz. Por poco no lo contamos. Habríamos sido carne de miniserie, tipo Nochevieja letal. Recordé la anécdota viendo las preocupaciones de algunos en estas fechas: morros porque olvidaste las kokotxas, agobios porque no se deciden entre el minivestido de tirantes o el top transparente con lencería –el paracetamol por si sobreviven a siete grados lo tienen claro–, ceños fruncidos porque te dije que no invitaras a tu hermano o que sacaras ya el cordero del congelador. El menú no es problema si te alimentan por sonda. Las lentejuelas no te quitan el sueño si tus pequeños están en otro continente. Dónde sentar a tu cuñada no te preocupa si estás en un tanatorio. Estrenar año es agridulce con una enfermedad degenerativa. Un Próspero Año Nuevo escuece en casa del parado. La Nochevieja es triste si vives solo en un cuarto. Terrible allí donde, en vez de serpentinas, llueven bombas. Pasadas las doce, nacerá un bebé. No tengas prisa por venir al mundo. No siempre es apto para menores.

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