El inicio del curso escolar ha comenzado y los tutores de todas las clases han advertido de que se actuará con contundencia en caso de bullying. Sin ánimo de comparar, o sí, me siento orgullosa de una sociedad que empieza a poner límite a los abusos machistas en la cota cero. Ni piquitos, ni tocamientos, ni agresión verbal. No hay grados cuando se vulneran los derechos. Ojalá estuviéramos dando pasos de igual manera en otra lacra social, el bullying, que cada curso escolar se cuela en las aulas de muchos colegios y lejos de pasar desapercibido golpea a la víctima inocente muchas veces sin más paraguas que la familia. ¿Funcionan los protocolos? Pues no siempre. Los niños y niñas no suelen ser tan valientes para acusar a un compañero o compañera del desprecio sufrido. Cuando les esconden el bocata y son la risa del resto, ese piquito no es condenado. Cuando nadie quiere jugar con ellos o ellas, otro piquito que se consiente, sin ser consentido. A menudo se sienten raros y raras y los demás, lejos de sentirse culpables, los ven con dificultades para integrarse. Incluso los profesores, a veces, no siempre, prefieren verlo así. Los padres de los que hacen bullying justifican no mediar aludiendo que es mejor que los adultos no se metan en los conflictos de los hijos. Como todo el mundo parece haber sufrido en un familiar un caso de bullying, el consejo suele ser esperar a que acabe el curso. Si hay agresión física la cosa cambia pero por un piquito muy pocos se inmutan.