ME apasiona Berlín. Vale que solo pasé allí unos días invernales sin casi horas de luz pero la cosmopolita capital germana es como esas personas que conoces y en minutos sabes que, de alguna forma, serán para toda la vida. De entre todas las enseñanzas del ocasional guía recuerdo la de que no se nos ocurriera alzar el brazo al aire para pedir un transporte porque te puede salir caro, no solo moralmente, ya que Alemania lo considera un gesto propio de un pasado del que busca desprenderse aunque sea amparando a los que ahora actúan como ella hizo al exterminar a seis millones de judíos, en tanto que Israel forma parte de su “razón de Estado”. Su compromiso con un país fundado solo tres años después del Holocausto es más que un objetivo político aun a costa de contravenir el derecho internacional humanitario. Forma parte de su complejo como nación que dio vida a un mal bicho como Hitler, de ahí el besamanos de la presidenta de la Comisión Europea, Von der Leyen, al primer ministro Netanyahu, a quien defiende hasta la izquierda alemana más podemita. Se refugian en una responsabilidad y culpa que jamás perecerá en aras de la memoria histórica, para evitar la impresión de antisemitismo, aunque gran parte de su población solo la conoce por los libros, el cine y los documentales. Y es en este caso, como en otros, donde, sin querer pasar página sin haberla leído antes, a veces es necesario el derecho al olvido.

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