LA superficie terrestre se les queda pequeña a los ricos y una fuerza de la gravedad a la contra les obliga a explorar el espacio o las profundidades del mar. Se la juegan por diversión y, como se ha visto en la melonada del Titan, hay veces que sale mal. Toda una paradoja frente a la fatalidad de los migrantes que se ahogan en el mar cuando ponen sus vidas en riesgo por pura supervivencia. Esta comparación es un argumento muy traído y llevado los últimos días que cae por su propio peso. Aún así deja amargura en el paladar. Desde la más absoluta falta de empatía con la tripulación que encontró una experiencia única en su visita al Titanic y más allá del doble rasero en función de la procedencia del ahogado, lamenté el viernes pasado en una reunión del periódico el dinero que se está dedicando a la búsqueda de los opulentos turistas, vivos o muertos. Un compañero cogió el guante: “Eso sí que es economía sumergida”. El resto de los presentes reímos la ocurrencia, tan fina en la ironía como tosca desde el prisma humanitario. Pero si se repasa con perspectiva y objetividad el sustantivo y el adjetivo, no cabe duda que los protagonistas de esta historia han hundido unos cuantos millones de euros. Dinero que, sin ir más lejos, se podría haber invertido en generar oportunidades de trabajo en ciertos países con el objetivo solidario de evitar que miles de personas mueran ahogadas cada año en su intento por salir a flote en una vida que geográficamente no les ha sonreído.