HAY personas a las que las nuevas tecnologías les han pillado con el pie cambiado. Controlan lo justito para felicitar por Facebook al primo de Cuenca o mandar al compañero de oficina una foto de unos chipirones en su tinta por WhatsApp. Por eso muchos de ellos desconocen que albergan dentro de sí un hater como la copa de un pino. Lo que pasa es que no le han dado al pobre la oportunidad de desarrollarse acorde a los tiempos que corren y, en vez de dejarle desparramar su ira por las redes desde el anonimato, lo sacan a pasear en vivo y en directo en casa, en el trabajo, en la sobremesa de una comida –copazo mediante– o en la barra de un bar. Ahora que ha empezado la campaña electoral, el colectivo de haters tendrá que duplicar su horario, aunque los políticos y políticas son blanco fijo todo el año y esta gente no acostumbra a descansar. Ni siquiera en vacaciones. Les basta con poner un pie en el típico bar de carretera, al que solo entras para ir al baño, alzar la vista a una esquina y pillar un fragmento de telediario ¡sin sonido! para tener contra quién despotricar lo que tardan en tomarse un café. Eso es de nivel pro, las cosas como son. Ya sean analógicos o digitales, apunten con el dedo a la pantalla de la tele o de un smartphone, lo cierto es que se van a poner las botas. Sin leer un programa ni oír un mitin. Muchos ni siquiera irán a votar. No vaya a ser que alguien solucione algo y su existencia carezca de sentido.

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