EESO que a uno le bauticen como un efecto tiene un matiz de obligatoriedad, de impacto tras una causa, de que le sigan sin desdibujarse, de esperanza blanca, azul gaviota o estar verde. Pero Núñez Feijóo se cura en salud. Dice no creer en los efectos y viene a compararse con las burbujas de champán, que suben y bajan, lo que en cualquier gallego viene siendo una condición, un gen. La hora de la verdad llegará en diciembre con una presumible victoria del PP frente a una comandita de Sánchez que podría hacer aguas a la izquierda. Crece el número de indecisos y nos ponemos en aquel año de desquiciado ciclo electoral con el multipartidismo instalado y los vetos como santo y seña de la nueva política. Con el fin de Ciudadanos, el negado efecto Feijóo se expande y anaranja, los votantes vuelven pero desde Moncloa tiran de manual de resistencia y abren el año lejos de los pronósticos catastrofistas con los que nos dieron el verano. Feijóo no cree en su propio efecto porque, de gobernar, si los líos de las izquierdas se materializan, va a ser un descreído de los efectos y las victorias. El nuevo príncipe azul sigue atorado en medio del ruido lejos de las confortables praderas galeicas de las mayorías absolutas. Hay chispazos de éxito, como los efectos especiales, pero se deberán a unas causas que nada tienen que ver con él: el espacio tradicional a tortas a la izquierda y el más que posible frenazo de Vox.

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