LA autoprofecía se cumplió a sí misma después de que un profesor confesara lastimero: “Ha pasado”. A su pregunta sobre Vargas Llosa, un alumno lo señaló como “el marido de la Preysler” constatando que detrás de una socialité se esconde un escritor inmenso como así concibe toda sociedad donde el cuché se ha comido a la cultura bajo las fauces locas del fast food informativo. Es posible que en casa del estudiante no exista ni un solo libro del Nobel peruano, o lo mismo decoraba la estantería del saloncito sin trasiego a la vista en un mundo donde la literatura ya es un pegote de la prensa rosa, los reels de Tamara y la fritura de los cerebros. El empuje y la multiplicación en internet están sustituyendo a la educación, ahí donde los medios hemos jugado tradicionalmente un papel principal a la hora de canalizar la cultura. Ahora, secundarios, no estamos para presumir de nada. El acceso sencillo a la información nos ha situado como servidores de todo menos de la información libre bajo la servidumbre de los impactos desatados por el fisgoneo para viralizar, o lo más polémico o lo más tontuno, y que Google te diga si ese día te quiere o te odia lo demás. Y desde aquí la disculpa en lo tocante a todas las generaciones que verán en un escritor universal a un subalterno de los alicatados de Porcelanosa porque fuimos rehenes de una demanda que ayudamos a multiplicar, conscientes de no cumplir la función que se esperaba de nosotros sino la que dictaba el negocio y que me recordó mi compañero de redacción: “Es el mercado, amigos”.

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