LA literatura nos contó que todas las familias felices se parecen mientras las infelices se enfrentan lo mismo al invierno del euríbor o el carro de la compra que a la ansiedad por dónde les tocará sentarse. En esta concentración de anacronismos que ha sido el funeral de Isabel II vimos reinar un morbo de tronío en el ambiente por una foto inédita desde hacía tres años. El protocolo tiene estas cosas, te obliga a un respingo reverencial o te sienta al lado de tu odiado suegro, ahí justo en medio de Suecia, Luxemburgo, Holanda o Dinamarca. Como una eterna Suiza neutral pero con más cuernos, comisiones y jeques retransmitiendo al mundo furtivas miradas torvas en un fastidio sin tregua. Todas las familias infelices tienen ese contraste con todas las demás desdichas, que es lo que viene siendo toda la vida una familia real. Una sucesión de privilegios y mañas que siempre garantizan el sustento pero no el contento. Es curioso como esta casta de siglos está al día de sinvergüenzas, rebeldes en el fondo de su sangre azul que luego muestran obediencia ciega a la institución, a sus liturgias y posturitas, a un festival de nuevos tiempos y modernidad que solo magnetiza a los muy aburridos. Y así nos asomamos a este ferial con cierto cachondeíto asumiendo un carísimo entretenimiento mientras se empeñan en hacernos creer que siglos después son normales, con sus reinas plebeyas, sus campechanos y sus riñas domésticas, en un saloncito o una abadía. Lo normal.

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