HAY momentos, puntuales afortunadamente, en los que uno se encuentra cara a cara con el tiempo y recuerda la edad que carga en sus espaldas. Ocurrió por ejemplo en su momento con la retirada de Julen Guerrero o incluso algo antes, cuando el reloj ya apuntaba el fin de su ciclo y los años empezaban a bailar alrededor de los que quemábamos calendarios de forma sincronizada con él. Ha vuelto a pasar con el fin de la carrera de Roger Federer, cuya capacidad hipnótica para mover la pelota le convierte, más allá de los títulos, en el mejor jugador de tenis de la historia, a pesar de los devotos del martillo de Nadal o de la elasticidad de Djokovic. Algunos también nos hemos mirado las canas recientemente con la muerte de Mihail Gorbachov, que no tuvo funeral de Estado ni colas kilométricas en su capilla ardiente, pero, que quieren que les diga, ha tenido mayor transcendencia en la historia que la madre que parió a Charles III, por poner un caso. El viento que nos lleva de año en año también dejó atrás la violencia terrorista a la que llegamos a acostumbrarnos en los años de cadete de la academia de la vida. Desgraciadamente, la guerra se resiste a abandonarnos y los conflictos surgen con pasmosa facilidad incluso en el primer mundo, lo que sorprende debido a que se mira con otros ojos lo que sucede lejos de nuestras fronteras culturales. Nadie conoce la edad del viento, pero sigue soplando y hay que estar siempre atento por si llega una racha que nos lleva a un lugar mejor.
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