PERSONALMENTE, Isabel II no me caía ni bien ni mal, aunque nunca he entendido la devoción del pueblo británico a la familia real. En realidad, nunca he comprendido la devoción a ninguna familia real, ni a la británica, ni a la española, ni a la sueca. Ha llegado el momento de cuestionarse la necesidad de mantener una jefatura de Estado vitalicia y hereditaria, en el seno de un país occidental en pleno siglo XXI. Pero este es otro tema. Durante los últimos días, los medios de comunicación de todo el mundo nos han invadido con todo tipo de información de Lilibeth, el apelativo con el que su pueblo conocía a Isabel II: que cobraba 98 millones de euros anuales para pagar los gastos asociados a la casa real británica, que en el maletín rojo que le acompañó toda su vida incluía los documentos oficiales que debía firmar, e incluso que el sandwich con el que tomaba su té desde los cinco años estaba hecho con mermelada que le preparaban con fresas escocesas recogidas de sus jardines del Castillo de Balmoral. Pero la mayoría ha solapado que la reina de 96 años –y el resto de la familia real– evocan sentimientos encontrados, sobre todo, en aquellos países que fueron colonia inglesa. El hecho de que el Estado británico nunca pidiera disculpas por los sucesos acontecidos en Kenia y otros países de África y Asia ha hecho que muchos no lloren su muerte.

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