A punto de cumplir doce años, la criatura no lo dice tan claro, pero da evidentes señales de no entender cómo podíamos vivir sus padres cuando teníamos sus años. Habla de “esas épocas” con cierto desdén, sin malicia, pero aun así consigue que uno se sienta fuera de lugar. Todo ello a pesar de que aun no ha llegado el día en el que el que yo suelte ese lapidario “en mis tiempos”. Cuéntale a un niño rodeado de pantallas que lo de internet empezó a rodar hace un suspiro o que hace no mucho tiempo solo operaba un canal de televisión y tu parcela se reducía a una hora y pico al día. Todo ello tras lograr el crío por fin este verano el ansiado móvil. Demasiada miga para no atragantarse con las horas dedicadas a la inmersión en los insoportables contenidos virtuales. Sobre todo si se lleva el rigor informativo en el ADN profesional y se huele a kilómetros el tufo de las informaciones manoseadas que saltan de móvil a móvil. Pero no era la intención de esta columna hablar de ese nuevo periodismo digital que arrastra a todos los medios de comunicación hacia un nuevo escenario on line y lleno de incertidumbres. Así que, volviendo a esa infancia totalmente diferente de nuestros hijos, como lo fue también la nuestra respecto a la de nuestros padres, tampoco he asumido el eslogan “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Sin embargo, no envidio a mis hijos el camino que afrontan y la necesidad de no perder el tren cada vez más rápido de un progreso no siempre bien orientado.