Hace tiempo que desconfiamos del concepto de meritocracia que nos empapó: a más esfuerzo y trabajo, nuestra vida cambiaría empezando por nuestro estatus. En España el motor del ascensor social sigue gripado. Un reciente estudio nos vuelve a confirmar que la probabilidad de que un niño con los ingresos más bajos acabe en la clase más alta es solo del 12%. No digamos ya si es niña, las posibilidades se reducen porque así como nos aseguraban que la pobreza era un estado mental, nacer y desarrollarse en un ambiente pobre multiplica la posibilidad de seguir empobrecidos, a pesar de las notas, el esfuerzo y méritos acumulados. Que el ascensor suba no depende del presente, sino del pasado de los tuyos, que será quien determine tu futuro. Los méritos son esos accesorios que adornan sin necesitar hacerlo bien porque no suponen garantía, no en vano, hay familias arruinadas para que sus hijos acudan al “buen colegio” sabedoras de que el centro no asegurará ni los méritos, ni un futuro profesional prometedor para sus hijos e hijas, pero sí lo harán los contactos, las familias con quien codearse, con qué amigo se irá de vacaciones o a quién conocerá cuando le inviten a montar a caballo accediendo a lugares impensables salvo por los “contactos” labrados como compañía de por vida. Todo es una cuestión de igualdad de oportunidades. De oportunidades sin más. O de cómo percibimos el peso del esfuerzo y el famoso meritaje, que ya nadie sabe ni para qué sirve y, sobre todo, lo que es.
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