ESTE primer mundo se ha convertido en un lugar hostil. Los indicadores de esta suerte de cataclismo sanitario y climático son las olas, que lo mismo se manifiestan en forma de positivos que en grados centígrados. No me digan que no es para desquiciarse que en verano las olas de calor nos pongan en alerta durante una semana y en invierno ya nos estén avisando de que las restricciones energéticas pasarán por menos calefacción y una duchita de agua fría en pleno enero. Nuestro mundo de confort transita a base de olas y ya todos empezamos a ser un poco como Rambo, que igual sudamos a mares en verano que nos congelamos en invierno en este planeta locuelo de extremos climáticos y subvariantes víricas. Todo es muy normal, hasta tal punto que ha habido días en invierno que hemos tenido 20 grados y jornadas de algún agosto que daban ganas de volver a trabajar de la que caía. Las olas nos determinan e irrumpen como un todo en lo cotidiano, lo mismo a toses que a sofocones. Y así seguimos surfeando, entre ola y ola, con un jolgorio de verano donde nos quejamos más por el calor que por no tener médicos. Al fin y al cabo, es el verano del a-lo-loko-se-vive-mejor, que no estamos ahora para que nos entorpezcan nada, que ya nada nos zarandea ni nos amilanamos, así sea a 40 grados con efecto lupa, ni siquiera con todas las olas gigantes del mar. Quedan días, Mordor y el apocalipsis todavía están por llegar.
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