O voy a escribir de quien están pensando, que va sobrado, sino del pequeño delincuente que llevamos dentro. El mío, sin ir más lejos, se cargó fortuitamente un niño Jesús de escayola y no se le ocurrió mejor idea que hacer desaparecer los cuerpos del delito, del decapitado y familia, envolviéndolos en un periódico -presagio del devenir de la profesión- y tirándolos a la basura. Al cubo normal porque entonces no había, como ahora, uno específico para belenes pintados con betún de judea. Todavía oigo la vocecilla de la conciencia. ¡Ni que fuera yo Bin Laden! El crío, en cambio, podría atracar el Banco de España y hacerse un bocata de paté seguido sin temblarle el pulso. Qué entereza aguantando los interrogatorios aquella vez que apareció un grafito, a lo Iruña-Veleia, en la encimera. Y eso que una se ha forjado con CSI. De hecho, es ver unas salpicaduras de pasta de dientes en el espejo del baño e imaginar la trayectoria de cada gota y su punto de partida, mientras el niño alega que él hasta ahí no llega y la adolescente, que ella es mucho más alta. No es el único caso sobreseído: están los de la tableta de chocolate menguante, la tapa de las pilas del mando que se rompe sola o el portafotos que se precipitó al vacío, yo no he sido, yo no he sido. Justo cuando iba a enmarcar, por falta de uso, mi pasaporte covid. A ver si lo estreno en la prórroga. O al menos gano la bolilla de cuántos meses dirán la semana que viene que hay que esperar para la tercera dosis.

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