L talento no está reñido con tener serrín en el cerebro. No son pocos los deportistas colmados de gloria que no distinguen la fina línea entre ejercer de showman, disfraz que sí supo liderar con clase Usain Bolt, y regar su expediente de payasadas. Aquellas rabietas sobre la pista de John McEnroe que tantos beneficios publicitarios le reportaron serían hoy carne de trending topic como las salidas de tiesto de los antipáticos Max Verstappen, LeBron James o Cristiano Ronaldo. Pero no hay peor veneno vírico que el del Djoker. Su proclamación como mesías antivacunas es solo el último juego disputado por este personaje al que tengo cruzado desde Australia 2008. No digamos a su entrenador, Marian Vajda. Haría bien en pedir un doctor, como en los partidos en que, cuando va por debajo, le duele un ojo y de repente irrumpe como ciclón tenístico, que lo es. Ser número uno en algo implica mucho más que amasar trofeos, lo mismo que para ser médico no basta con el título: hay que revestirlo de empatía. Reinfectarse de covid -de ser cierto- y asistir horas después a un acto público y sin mascarilla es para invitar a la única neurona con que se maneja Djokovic a dedicarse al servicio... social. No imagino a Federer montando el circo de este serbio que se cree rey de los judíos y creador de la teología de la liberación. Haría bien Dios en desheredarle y echarle del mundo de los justos. Lo más chistoso de su tinglado es que el rancio españolismo haya declarado la guerra a Nadal por "comunista".

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