AY ideas ásperas, desabridas, que no es posible trasladar sin que las palabras suenen gruesas. Surge la idea y, aunque el sujeto que la vomita tenga en muy alta estima su muñeca para darle un barniz solidario a sus reflexiones, termina pegándole una patada a lo políticamente correcto y rezumando bilis como el más recalcitrante de los reaccionarios. Ocurrió el pasado miércoles en la parada de Renfe de San Mamés. Mi hijo de once años advirtió de la presencia de un hombre accediendo al recinto sin mascarilla y fumando. Instintivamente decidió alejarse de él. ¿Por qué no respeta las normas?, preguntó el crío. A saber qué pasa por la cabeza del personaje, pero encontré una respuesta tangencial que implícitamente aparca en la cuneta la propia esencia de la humanidad. Si buscamos una estructura de convivencia que pone el colectivo por encima del individuo, la colmena o el hormiguero asomarán como exponente máximo: Todos saben cuál es su papel y lo asumen con naturalidad, porque está en su esencia garantizar la supervivencia de la especie. Sin embargo, de alguna forma, a medida que crece la capacidad de tomar decisiones, de pensar en menor o mayor medida, también aumenta el riesgo de guiarse por el egoísmo y dejar en un segundo plano las necesidades comunes. Así que ante los que entran sin mascarilla y fumando en un espacio público o los que se niegan a vacunarse empiezo a pensar, con perdón, que lo mejor es que se imponga la selección natural.

Asier Diez Mon