N 1992, una pandilla de daneses que, según la leyenda, estaba tirada al sol en las playas fue reclutada sobre la bocina para ocupar la plaza de Yugoslavia en la Eurocopa de Suecia. A las órdenes de Richard Möller Nielsen, llegó, vio y venció. Por el camino enterró a Francia, Holanda y, finalmente, a la primera Alemania unificada. La gesta pasó a los anales porque además lo hizo sin su gran figura, Michael Laudrup. Invitada como cenicienta, cerró bocas con épica y un indudable factor emocional. La ciclotimia del fútbol tiene estas cosas. Solo hace tres semanas, el Athletic rumiaba deshidratado en el desierto y todos los males que predecían un futuro devastador se han convertido en epopeya con tocar unas cuantas teclas. Más de una. Su idiosincrasia, que le penaliza en una competición de luces largas, ha sido su mejor arma en un torneo que llegó en el momento justo, a modo de reivindicación y siendo un ciclón ante Barça y Real Madrid. A la postre y vista la evidencia, sus dos rivales por antonomasia. Los verdaderos clásicos. Sin intención de que nadie se dé por aludido, el resto son fiestas, folklore y, a veces, hasta inventos. La adrenalina rojiblanca emergió para matar dos pájaros de un tiro. La fe mueve montañas. La identidad de club legendario y genuino, seísmo de un territorio donde, como dijo aquél, desde un campanario se puede ver el otro, explica la insólita dimensión del caso. Y como hizo Marcelino, yo también lanzo la dedicatoria ahí arriba.

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