LLÁ por el pasado marzo, cuando de la noche a la mañana nos confinaron en nuestros domicilios, se desató una ola de optimismo con respecto a la realidad que nos encontraríamos cuando recobráramos la libertad de movimientos. Los aplausos solidarios de las ocho de la tarde, con el que premiábamos, o eso creíamos, el esfuerzo denodado de los profesionales sanitarios, eran un esbozo de la nueva sociedad en la que nos adentrábamos. Después surgieron los cantantes de balcón, los actores de terraza y hasta los cofrades que mostraron su devoción cristiana en una Semana Santa sin procesiones. Si íbamos a la panadería, guardábamos cola en el exterior, manteniendo la distancia de seguridad. Para acudir a la frutería o al supermercado, nos pertrechábamos con guantes y mascarilla. Todo muy correcto, muy concienciado, muy solidario. Hasta que llegó la liberación. Entonces todo se relajó. La mascarilla se convirtió en un complemento para colocarlo junto a las pulseras en las muñecas o como pendiente gigante en una oreja. Los guantes están condenados al olvido. Y la distancia de seguridad es una entelequia cuando viajamos en transportes públicos o cuando disfrutamos de nuestro tiempo de ocio en bares o restaurantes. Parece que no nos importa contagiarnos o contagiar. No creo que seamos mejores que antes del 15-M. Si no, no se entiende que, ante la desgracia del vecino, pensemos: te jodes.

jrcirarda@deia.eus