ESE a arrinconar hace años el estereotipo de género azul/rosa en los bebés -y confío que en los adultos-, el mundo sigue funcionando alrededor de clichés, que muchas veces no son más que hábitos cotidianos para encasillar con la sola razón de ser de quien los emplea. Me wasapeaba alguien desde su café dominical viendo a Nadal sacar su martillo que allí, casi subido a la barra, había uno jaleando a Djokovic, por lo que dedujo que "será un indepe". No solo le recordé a quién le estaba escribiendo, sino que me acordé de un colega de profesión andaluz que ejerce en Barcelona, rojigualdo hasta las cachas y que profesa un profundo rechazo no solo a gure Rafa, -que sí, que de crío se le pudo ver por Jolaseta-, también al tal Alonso, dupla deportiva española por excelencia. Solemos adscribir, sobre todo ideológicamente, al otro por el periódico que lleva bajo el brazo, como si no pudiera leer varios; por la cuadrilla con la que potea, y si toma txakoli o fino... Y ahora incluso por la mascarilla con que se cubre. Obviamos intencionadamente la paleta de colores que nos rodea, que uno puede ser una cosa y pensar, y hasta opinar, varias diferentes. Que puedes ser del Athletic y querer que gane la Real; que seas de Carmena y te caiga bien Almeida; defender a Amaia Montero y escuchar a Leire; compartir visión con Maestre y reírte con Losantos; ser de Twitter y escribir en Facebook... El verdadero reto reside en dejarnos seducir por los argumentos del contrario.

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