El postureo político en precampaña y campaña electoral se da por descontado. La sociedad tiene asumido, interiorizado, que lo que dicen muchos políticos está pasado por el tamiz de lo que conviene o no en los periodos en los que los ciudadanos se piensan el voto. Se da por bueno que tal o cual líder presente un perfil marcadamente agresivo y conservador en una cita electoral, y a la vista de que con ello ha obtenido malos resultados, para la siguiente campaña aparezca como el adalid del centrismo y la moderación. Y no pasa nada. Se le acepta el cambio de juego con la misma tranquilidad con la que se acepta que un día el equipo de fútbol local juegue al ataque y otro se marque un catenaccio de aquí te espero. El votante sabe que el líder en cuestión está representando un papel, que está actuando según el guion que le han escrito los estrategas, y le vota pese a ser conciente de que a la mañana siguiente de las elecciones se quitará la careta. Esta estrategia convierte el juego electoral en una especie de carnaval en el que los pocos políticos serios que intentan mantener la compostura y el decoro son catalogados de sosos, planos... mingafrías, en definitiva, como decía aquel. Los que de verdad llenan portadas y tertulias son los histriónicos señores y señoras que tan pronto lo bordan en la comedia como se salen en el drama. De gestión pública eficiente se les conoce poco; eso lo dejan para los soseras, que no hacen más que hablar y pactar con unos y otros para que esto funcione.