El curandero les ha aplicado la cataplasma compuesta de hierbas recogidas en cloacas y huevos batidos a porra, y les parece que el remedio es mejor que la enfermedad. Se sienten bien y se han ahorrado el coste que habría supuesto recurrir a la engorrosa vía de la medicina tradicional, esa que no cree en embrujos, en atajos, en oídos sordos a lo que otros dicen y en ojos ciegos a lo que todos menos ellos ven; esa vía que utilizan allí donde la palabra democracia ha adquirido todo su sentido a lo largo de la historia. Así pues, los pacientes sin paciencia de la España intransigente tienen su sentencia-cataplasma, con la receta de siempre, la que se ha transmitido de boca a oído durante siglos en casonas provincianas y en palacios capitalinos: la que ha forjado una marca reconocible en el mundo. Y se las prometen muy felices, los infelices, sin darse cuenta de que la enfermedad de la que dicen querer librarse no se cura con ungüentos ni cuentos; sin percatarse (no hay peor ignorante que el que ignora su ignorancia) de que a la mañana siguiente del cataplasma, el dinosaurio todavía estaba allí; y que seguirá, y que acabará por engullirlos si no se sacuden su terca estupidez de negarse al diálogo. Un diálogo que debe acometerse no con la boca pequeña (esa con la que gustan pronunciar palabras como diversidad, pluralidad, libertad, responsabilidad...), sino con las mentes abiertas de par en par y con el único límite de lo razonable. Y sin cataplasmas que solo sirven para engañar a incautos.