eN estos días, quien más quien menos disfruta de unas jornadas de asueto. Aste Nagusia abre un paréntesis en la actividad laboral de este Bilbao cosmopolita y reúne en sus diferentes escenarios a todas y cada una de las capas de su sociedad. De lo más granado a los más desangelados. Los primeros se dejan ver en las terrazas más glamurosas, en los hoteles de más estrellas, en las barreras de los tendidos de sombra de Vista Alegre, en los restaurantes que figuran en la Guía Michelin, en las cafeterías de lujo y hasta en los bares cuyos combinados cotizan al alza en el mercado del postureo. Son la cara bonita de unas fiestas que también tienen su lado oscuro. Esa sombra que ni siquiera nueve días de algarabía y desenfreno pueden ocultar. Esa que representa a un, aproximadamente, 6% de la población que no puede permitirse ninguno de los lujos antes mencionados porque viven una situación de pobreza real. Son el Bilbao que no se ve, el que no sale en las postales turísticas ni en los medios de comunicación, en estos días en los que la mayoría pensamos en cómo hacer un hueco para quedar con los amigos y dar una vuelta por El Arenal, el Casco Viejo o cualquier lugar que brinde algo de diversión. Son esas personas a las que tratamos de esquivar la mirada cuando nos cruzamos con ellas por la calle. Porque vemos en sus rostros ojos de tristeza. Porque la pobreza no sabe de fiestas.

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