Debato conmigo mismo si estoy a favor o en contra de que las txosnas sean declaradas patrimonio cultural inmaterial.
Descarto de inmediato la segunda opción. A diferencia de la legión de seres de luz con orejeras que se oponen por sistema a cualquier propuesta que no lleve el marchamo de su bandería, mi carácter dubitativo me lleva a evitar tanto las adhesiones inquebrantables como las resistencias numantinas. O sea que no. No estoy en contra.
¿Entonces, estoy a favor? Tampoco. Tiendo a la indiferencia supina. La misma que me provocan desde hace por lo menos tres decenios los sobrevalorados espacios festivos de esta Euskal Herria de nuestros pecados. Aunque un día fui comparsero (se lo juro; ¿quién lo diría, eh?) y me chupé un huevo de turnos de barra entre el mecanotubo del chiriguito de Tximitxurri –o precisamente por eso– soy refractario a la mitificación acrítica de nuestro presuntamente singular, irrepetible e irrepetido modelo festivo.
Primero, porque, por más estupendos que nos pongamos, resulta que no hemos inventado nada que no hagan en otros lares cercanos, lejanos y hasta remotos. Segundo, porque se me antoja una incoherencia entonar un canto al consumo de alcohol sin medida, seña de identidad –perdonen el atrevimiento– del ayusismo.
Izquierda abertzale
Y tercero, y no sé si más importante, pero sí determinante para mí, porque no hay capital ni pueblo grande, pequeño o mediano de nuestro terruño en que los espacios festivos no hayan estado bajo la férula de una izquierda abertzale (ahora soberanista, me parto) que, sin el mínimo pudor, ha venido glorificando como héroes en sus casetas a tipos y tipas que se han llevado por delante casi un millar de vidas. Por ahí, sinceramente, creo que no deberíamos pasar, salvo que, en un impensable rapto de honestidad ética, los promotores de la propuesta admitan que muchas de las txosnas aspirantes a ser “patrimonio cultural inmaterial” no estuvieron finas. Por desgracia, no va a pasar. Así que no. No estoy a favor.