Hay titulares de repertorio. “Europa gira a la derecha”, volvemos a leer después de la triple jornada electoral del domingo pasado en Portugal, Polonia y Rumanía. La cuestión es que, de repetición en repetición, el encabezado está a punto de darse con la pared. Dentro de muy poco no habrá nada a la derecha hacia lo que girar, porque ya habremos alcanzado el tope. De hecho, en algunos estados de los 27 tan importantes como Italia o Hungría, el viaje se ha completado y coronado con la instauración de gobiernos autoritarios sin matices. Nótese, volviendo a la jornada del domingo, que en los casos de Polonia y Rumanía lo que se celebró con enorme alivio fue que las fuerzas ultramontanas fueran frenadas en el último minuto y, en ambos casos, por opciones netamente conservadoras, si bien con un toque de civilización que ya quisiéramos que tuvieran el PP español y el del terruño. La izquierda, en lugar de perderse en aspavientos y de endilgar la culpa al empedrado, quizá debería preguntarse por qué su espacio ha ido menguando sin pausa hasta perder toda capacidad de erigirse en dique de contención del imparable avance ultra. Como esta debe de ser la quincuagésima sexta vez que lo escribo, mucho me temo que la capacidad autocrítica volverá a brillar por su ausencia, anticipando una nueva merma de respaldo en la próxima convocatoria electoral, sea la que sea.

No importa. Volveremos a adornarnos con el comodín del giro a la derecha y el correspondiente rasgado de vestiduras. En este sentido, lo ocurrido en Portugal resulta particularmente desesperanzador a la vez que esclarecedor. Jamás, desde que se reinició la democracia tras la Revolución de los Claveles de 1974, las fuerzas progresistas han tenido unos resultados tan raquíticos, con el Partido Socialista –que gobernó hasta hace solo un año– 31 escaños por debajo de los conservadores y a punto de ser sorpasado por Chega, el gemelo luso de Vox. ¿De verdad no hay nada a lo que darle una vuelta?