Entre los muchos logros del recién difunto Papa Francisco, cada vez me parece que uno de los más notables ha sido aflorar las contradicciones de tirios y troyanos. Se percibe, incluso con la dulcificación obligada por el poco tiempo transcurrido desde el óbito, en la inquina que alguien con el título oficial de “Santo Padre” despierta en un montón de tipos que se pretenden la crema y nata del catolicismo fetén. Apenas se oculta el alivio que les ha producido la desaparición física de quien prácticamente consideraban el Anticristo o, como poco, un enviado del demonio para destruir la fe verdadera, que para ellos es la que siempre está cerca del poder y el dinero, disculpa (cuando no alienta) la pederastia y estigmatiza como pecador a cualquiera que se desvíe de la heterosexualidad obligatoria.
Por desgracia, hay serios motivos para temer que el inminente cónclave se cierre con un pendulazo que nos devuelva a los tiempos oscuros del sibilino Ratzinger o, peor todavía, a los directamente negros del integrista Wojtyła. Pronto saldremos de dudas.
La paradójica contraparte de la tirria de la derecha fetén a Bergoglio es la adoración sin límites que le profesa la izquierda que gusta de presentarse como laica, laicista y, ya puestos, anticlerical. Dan para varias tesis de psicología, politología y hasta veterinaria las encendidas loas fúnebres de los más zurdos a este lado del Volga. Más allá de los excesos ditirámbicos, no tengo nada que objetar a la mayoría de las lisonjas. Yo también comparto el aplauso al pontífice que se embarró la casulla en favor de los más débiles y cabreó a los poderosos. Lo que me resulta curioso es que quienes celebran las valientes tomas de postura pública del rosarino son casi los mismos seres de luz que sostienen que la Iglesia (en este caso, su cabeza) no es quién para meterse en cuestiones mundanas. Se refieren, por supuesto, a aquellas en las que no secunda sus tesis.