Nunca he sido un entusiasta de los días de. Aunque tampoco exactamente un detractor. Los tolero con resignación y una gota de cinismo. Al final, a los periodistas nos resuelven unas cuantas páginas o un puñado de minutos de aluvión. Y quizá se pueda llegar a admitir que, filtrando las toneladas y toneladas de declaraciones petulantes de carril, se acabe obteniendo alguna que otra gota de concienciación respecto al asunto del que vaya la fecha señalada. Menos da una piedra.
Por todo lo anterior, no tengo nada en contra (tampoco exactamente a favor) de la propuesta del director de Gogora, el socialista Alberto Alonso, de promover que el 7 de octubre sea declarado en la demarcación autonómica como Día de la Memoria Histórica y Democrática.
Sí me chirría, de saque, la elección de la jornada concreta. Creo sinceramente que la conmemoración de la instauración del primer Gobierno vasco en plena guerra de 1936 merece otro trato en el calendario oficial. Para este humilde tecleador, de hecho, aporta más méritos para ser Día de Euskadi que el 25 de octubre, apoyado en la aprobación de un Estatuto que, sin dejar de ser un gran hito en nuestra Historia, hoy representa una sucesión infinita de incumplimientos. Pero, ni siquiera prescindiendo de la obviedad que acabo de apuntar, veo adecuado asociar la efeméride al resbaladizo concepto que nombramos como Memoria Histórica y Democrática. Por una perversión discursiva, tal formulación parece que solo engloba a las vulneraciones de derechos humanos cometidas durante el prefranquismo, el franquismo y el postfranquismo. Y eso limita o, sin más ambages, diluye lo que verdaderamente necesitamos, que es una reivindicación sin exclusiones de todas y cada una de las memorias.
El único sentido que le veo a la propuesta de Gogora, independientemente de su ubicación en el almanaque, es que haya un día en que las víctimas, sin distinción de victimario, reciban el reconocimiento que merecen. ¿Estamos listos para eso? Ojalá. – Javier Vizcaíno