Parece mentira que, con la superpoblación de antifascistas que se observa, todavía no se le haya terminado de dar sopas con onda a las hordas reaccionarias. Así, a ojo de buen cubero, y por las proclamas que se escuchan en los mítines, francachuelas lúdico-reivindicativas, redes sociales y, últimamente, hasta epístolas presidenciales, la proporción de progresistas del recopón frente a la de fachuzos desorejados es de nueve a uno. ¿Por qué no se remata la tarea? Tengo varias teorías, pero ahora mismo, siguiendo la célebre navaja de Ockham, me inclino por la opción más sencilla. Por un lado, el autoproclamado antifascismo es de plexiglás; si de verdad tuvieran que hacer frente a monstruos como los de los años 30 del siglo XX, salvo un puñado de auténticos héroes, se pondrían a resguardo y dejarían que fueran otros los que se jugaran el culo. Por otro, cualquier observador que no se deje llevar por las consignas de jornada comprobará que el crecimiento de los movimientos de ultraderecha ha sido, además de producto de cantadas cósmicas de la izquierda, resultado de operaciones para dividir a la derecha. Vox era una menudencia que daba entre risa y asco hasta que, con el objetivo de abrir un boquete en el PP, se regaló a los abascálidos presencia a tutiplén en los medios de comunicación… ¡más zurdos!
Así que menos lobos con lo del antifascismo que, cada vez más es una matraca que encaja como un guante en aquella frase que nunca dijo Winston Churchill: los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas. Y, desde el terruño en el que escribo, añado a la certera sentencia apócrifa que tendrán los santos bemoles de presumir de haber estado siempre “en el lado correcto de la Historia”. Ya, claro, como lo estuvieron ante el secuestro, tortura psicológica y asesinato de Miguel Ángel Blanco o ante las masacres de Hipercor, Zaragoza o Vic. Las “hijas y los hijos de Gernika” jamás lo hubieran hecho.