PIERDE uno la cuenta, pero juraría que desde 2009 han sido cuatro las veces que el PNV ha presentado en el Congreso una reforma de la Ley de Secretos Oficiales. La última fue el pasado martes y consiguió pasar el primer corte, el de la toma en consideración. Es decir, que, de momento, conviene mantener la prudencia. Nada nos asegura que el proyecto no encalle en el trámite parlamentario o que se quede en el limbo, como ocurrió en la última legislatura. Los precedentes no invitan al optimismo. Como denunciaron varios de los portavoces que intervinieron en el debate de anteayer, hasta la fecha, al muy progresista Gobierno español –o, por ser justo, al PSOE– le han temblado sistemáticamente las piernas cada vez que se ha planteado la cuestión. No hacía falta más que ver la propuesta con la que, en 2022, el Ejecutivo trató de neutralizar la iniciativa jeltzale, que apenas se quedaba en dos o tres retoques cosméticos de una ley que, como también se recordó en las Cortes con muy pertinente insistencia, viene del franquismo y tiene al pie la firma del propio dictador, además de una mención al Consejo Nacional del Movimiento en la exposición de motivos.

¿Qué es lo que hace que quienes aprobaron una muy pomposa Ley de Memoria Democrática mantengan vigente otra norma que va radicalmente contra los principios que enuncia? ¿De qué memoria democrática se habla si, a día de hoy, seguimos sin poder investigar en serio el 23-F, los GAL, los asesinatos del 3 de marzo, los Sanfermines sangrientos del 78, o los casos Aldana, Zabalza y Arregi, entre otras muchísimas indignidades cometidas desde instancias estatales o paraestatales?

Nadie está en contra de que España, como el resto del estados de su entorno, tenga una ley de secretos oficiales para proteger las materias delicadas. Lo que no es aceptable es que sirva para mantener la impunidad.