DEL atentado que se llevó por delante a Carrero Blanco hace hoy cincuenta años exactos tengo media docena de imágenes difusas. Mi padre fumaba un H-U detrás de otro y advertía a mi hermano mayor de que había que tener mucho cuidado con lo que se decía en la calle. Mi madre, hija de un republicano arrojado a una cuneta, mascullaba que era de carril que el tipo no era precisamente una buena persona y que a ella no le salía de entre las tetas sentir pena por semejante asesino. Y yo, a mis seis años, encabronado porque habían suspendido la programación de las dos únicas cadenas televisivas de entonces y, cercana la Navidad, sospechaba que nos íbamos a quedar sin langostinos y polvorones.

No mucho más mayor –ocho, nueve, diez años–, me lo pasé cañón en las verbenas del barrio coreando a voz en grito aquello de “Voló, voló, Carrero voló y hasta el alero llegó… ¡eeeeeup!”, teniendo solo medio claro que el difunto no era precisamente una persona muy apreciada por mis convecinos. Y, mucho ojo, que si detengo la moviola de aquellos jolgorios de jerséis al aire o, en los grupos más atrevidos, del manteo del pringadete de la cuadrilla, soy capaz de reconocer muchas caras. Ahí estaban, sí, los irredentos batasunos y los conspicuos peneuveros, pero también un huevo y pico de comunistas de variado pelaje, socialistas sin tacha y hasta algún futuro pepero.

Quiero decir y, de hecho, digo que el asesinato del llamado a continuar el régimen de Franco cuando el bajito de Ferrol, ya entonces en horas bajas, la diñara fue ampliamente festejado. Quien sostenga otra cosa o miente o no estuvo allí. O, bueno, pretende reescribir la historia, como hace algún cátedro del terruño otrora rojete y hoy, bailando al son de Vox, vendiendo la moto de que el magnicidio del de las cejas pobladísimas tampoco fue para tanto. A él y a otros la vida no les cambió.