EN los últimos meses se han extendido como la pólvora grupos de madres y padres que aspiran a que la edad mínima para que sus hijos dispongan de un teléfono móvil se sitúe en los 16 años. El movimiento ha ido creciendo por toda Europa y, cómo no, ha llegado a Euskal Herria. Da vértigo asistir al ritmo en que se multiplican los miembros de estas comunidades que, por una llamativa paradoja, se juntan mediante aplicaciones como WhatsApp o Telegram. Muchos han pasado de un par de decenas a varios centenares. Una de las consecuencias de la cantidad de participantes en esos foros es también la diversidad de opiniones. Si bien todos parecen tener en común la percepción de los teléfonos portátiles (y de las pantallas en general) como instrumentos que pueden ser muy perjudiciales para niños y adolescentes, luego cambian los discursos y las soluciones individuales al problema. Hay quienes abogan por que se regule la prohibición por ley y quienes creen que debe ser cada familia la que aborde la cuestión de puertas adentro.
Personalmente, me inclino más por esta última opción. Lo de la prohibición por ley se me antoja, además de excesiva y hasta contraproducente, muy difícil de aplicar en términos reales. Quizá cuando llegaron los primeros terminales, se pudo haber hecho algo. Pero entonces no sospechábamos que ese adelanto tecnológico acabaría siendo el vehículo para desarrollar adicciones y otros comportamientos nocivos. En cuanto a procurar la limitación en el ámbito privado, también soy consciente de que la bondad de su intención es proporcional a la dificultad de ponerla en práctica sin tener una enorme pelotera con la hija o el hijo a quien se le niega lo que tienen todas sus amistades. Por lo demás, cuando oigo hablar de criaturas que no se despegan de los aparatitos, no puedo evitar pensar en tantos adultos que hacemos lo mismo.