RECORDABA ayer en los diarios del Grupo Noticias nuestro incombustible (¡e imprescindible!) Pepito Grillo de lo verde Julen Rekondo que el Día Mundial del Medio Ambiente se instauró hace 51 años. Luego, citando un estudio de la revista Nature, nos documentaba lo que, de alguna manera, ya nos hacía temer nuestra intuición: en los últimos decenios la situación se ha ido agravando de tal modo que en muchos lugares del planeta hemos llegado a un punto de no retorno. Y ojo, que no hablamos solamente de parajes remotos sino del entorno que pisamos y/o pisoteamos.

Ya digo que no hace falta que nos lo apunte Julen. El mismo mensaje nos llega por incontables vías y, en general, con el aval de organizaciones dignas de toda credibilidad. Sabemos literalmente a ciencia cierta que iremos batiendo registro tras registro de aumento de temperatura, de sequía y fenómenos meteorológicos extremos. Y entonces, ¿por qué no actuamos? Quiero decir actuar en serio. No convocar fastuosas cumbres que, año tras año, acaban con declaraciones de intenciones acordadas por los pelos y que se convierten en el borrador para el documento de la edición siguiente. Ya puestos, avanzo una casilla y pregunto qué pasos concretos damos, quiénes y cómo. También me atrevo a cuestionar si es posible tomar ciertas decisiones sin perjudicar, más si cabe, a las capas sociales más bajas. Y pongo un ejemplo aparentemente tontorrón de plena actualidad: ¿es posible que en un hogar donde entran mil euros al mes se coman fresones de Huelva a un precio razonable sin provocar que se sequen los acuíferos de Doñana? No es tan fácil la cosa.