CREO que les he dado la chapa infinitas veces sobre mi condición de usuario pertinaz de tiendas de barrio, supermercados e hipermercados. Por eso mismo, porque mi bolsillo tiene plena conciencia de los mordiscos recibidos al pasar por caja, se me llevan los demonios cuando me encuentro con titulares como “La inflación se modera en mayo” o “Los precios nos dan un respiro en el último mes”. Mucho más si, como es preceptivo, pones la lupa sobre ese presunto aumento balsámico de nada menos que un 3,2% –que sigue siendo un sablazo– y compruebas que volvemos a estar ante la trilera magia estadística.
La verdad verdadera es que los productos básicos han seguido subiendo por encima de esa media. Hablamos solo de un mes. Si, por casualidad, como me pasó a mí hace poco, les aparece un tique olvidado en el bolsillo de una chaqueta que no se ponen desde hace tiempo, sentirán unas irrefrenables ganas de llorar. Aquella botella de aceite de girasol de euro y medio anda hoy por tres y pico. La leche de marca blanca casi ha duplicado su precio. Y hasta una triste lata de champiñones de 90 céntimos a principios de 2022 cuesta hoy un 70% más. Del arroz, los huevos, el azúcar o el pan, mejor ni hablamos. Pese a quedar libres de IVA a principios de año, su escalada no ha cesado. Para ahondar en el encabritamiento, te llega un representante del Gobierno español ahora en funciones bailando la conga de Jalisco en las redes sociales por el supuestamente gran dato de inflación. Manda apéndices nasales que las subidas desbocadas eran culpa de la coyuntura, y las bajadas, de Pedro Sánchez. Venga ya.