SIGO prácticamente donde lo dejé ayer. Quizá con un resabio mayor que roza el hartazgo al comprobar, hecho a hecho, declaración a declaración, la evidencia de que todo este supuesto enorme debate sobre el racismo en el fútbol solo responde a la identidad de los afrentados; el tal Vinicius en lo individual y el poderoso Real Madrid en colectivo. Y aun así, como ya anoté, lo daría por bueno si de verdad fuera a servir para erradicar lo que se denuncia. Pero tenemos la suficiente bibliografía presentada de rimbombantes ultimátums como para no albergar la menor duda de que esta peste va a seguir por los siglos de los siglos.

Por muchos motivos, además. El primero, que el enfoque es incorrecto. Esto no va de “xenofobia en el fútbol”, que es el epígrafe al uso. Ni siquiera en el deporte. Y, apurando, tampoco de xenofobia en general. Esto va de la extensión de las mil formas que adopta el odio. Una de ellas es, efectivamente, el racismo. Pero está también el machismo, la homofobia y todos los comportamientos de obra o palabra que inciden en el desprecio de cualquiera a quien se etiquete como diferente o como enemigo. Es decir que, desgraciadamente, el problema es mucho más grave que el de los insultos intolerables a un deportista de élite. Hablamos de algo que está instalado mucho más allá de los estadios (les recomiendo la columna de Andrés Krakenberger en estas mismas páginas) y a lo que probablemente cada uno de nosotros no seamos tan ajenos como pretendemos. Otra cosa es que apliquemos una y otra vez lo del ojo y la viga para considerar que son solo los demás los que siembran, cultivan y esparcen el odio.