PESE a conocer algo el paño y los precedentes, asisto con pasmo a la gran gresca que ha seguido a la aprobación por parte del Gobierno Vasco de la denominación “Viñedos de Álava”. Salvo que alguien nos mienta estrepitosamente, simplemente se ha dado curso a la solicitud de un grupo de bodegueros que cumplía con todos los requisitos establecidos. Es más que probable que, de haberse dado una situación así en cualquier otro punto del mapa, las reacciones no serían tan excesivas como las que estamos viendo en este caso. Pero, claro, es inevitable mezclar lo identitario y presentar el asunto como un intento de secesión vitivinícola de los pérfidos vascones, cuando todo va de una estrategia empresarial. De hecho, ni siquiera es la apuesta del nacionalismo institucional, que siempre ha mostrado su preferencia por mantener el paraguas de la denominación Rioja, con la especificación del territorio. Eso no rompe nada y podría ser beneficioso para todas las partes.

Por lo demás, cabría una reflexión de fondo sobre lo que implican hoy las denominaciones y las indicaciones geográficas. Siempre he abogado por señalar claramente el origen de cualquier producto, pero a estas alturas no se puede hacer creer que la procedencia es en sí misma garantía de excelencia de un queso, unos espárragos o, como es el caso, un vino. Para comprobarlo, no hace falta ser un entendido o un gourmet. Sin perder de vista que los gustos son personales e intransferibles, basta y sobra un paladar normalito para comprender que hay Riojas extraordinarios, otros que se quedan en regulares y algunos que cuesta un triunfo echárselos al gaznate.