LAURA Martín ha dejado este mundo sin que los asesinos de su marido le reconocieran el daño causado ni, por supuesto, le pidieran perdón. No hablo específicamente de los que pusieron bajo el coche de Juan Carlos García Goena la carga explosiva que acabó con su vida el 24 de julio de 1987 en Hendaia. Me refiero a lo autores intelectuales, del Señor Equis hacia abajo, que un funesto día decidieron en sus covachas gubernamentales que la mejor forma de combatir a ETA era crear un grupo de mercenarios que sembraran la muerte y el terror indiscriminadamente, de forma específica, en Iparralde. Sí, indiscriminadamente, porque como llegó a reconocer el siniestro José Amedo Fouce, no se trataba solo de atentar contra miembros de ETA, lo que hubiera sido terrorismo de estado igual sino de esparcir el miedo en los tres territorios vascos del norte. Y para ese fin, eran especialmente útiles las víctimas que no tuvieran nada que ver con el conflicto, como el propio Juan Carlos, último nombre en la lista de 27 asesinatos de los GAL.

Laura fue una víctima por partida múltiple. Incluso aunque participó en la creación de Covite, algunos de los monopolizadores del sufrimiento la tuvieron como un caso de segunda división. Tampoco la Justicia hizo honor a su nombre con ella. A pesar de los datos que recabó por su propia cuenta, nunca consiguió derribar el muro de togas. Como escribió su hija Maider al cumplirse el 35 aniversario del asesinato de García Goena, su historia sigue sin verdad, sin reconocimiento y sin memoria. Lo triste pero revelador es que nadie se va a dar por aludido. Los crímenes de estado siguen sin contar.