TIENE uno ya sus años y, por tanto, la facultad para recordar las primeras denuncias sobre la peligrosidad del amianto. Como tantas veces, los que miran a los demás por encima del hombro negaban la mayor y atribuían todo a una suerte de histerismo casi esotérico. La doctrina oficial, con los intereses económicos bailando pegados con la ciencia (y viceversa) era que no había lugar para sospechar que el mágico, barato y duradero elemento con mil y una aplicaciones en todo tipo de industrias pudiera resultar peligroso. La evidencia, sin embargo, iba apuntando con creciente tozudez lo contrario. Ya no era solo que el material deteriorara fatalmente la salud de quienes tenían una exposición directa y continuada con él. Bastaba lavar los uniformes de los operarios que trabajaban en un entorno con amianto para tener muchos boletos de acabar contrayendo un mesotelioma, es decir, el cáncer provocado por el contacto, incluso mínimo, con el letal material de construcción.

Solo hace 20 años que lo prohibieron y la mitad desde que las asociaciones de afectados consiguieron que todos los grupos representados en el Parlamento Vasco se comprometieran con su lucha. Esa unanimidad fraguó en la exigencia a las instancias estatales de la creación de un fondo de compensación para las víctimas. Siete años después de exigirlo obcecadamente, por fin el Senado español dio ayer luz verde al fondo. Podría parecer que hablamos solo de dinero. Pero esto va mas allá. Se trata del reconocimiento con afán de reparación para las casi 800 víctimas mortales hasta ahora (más las que vendrán) del asesino silencioso en Euskal Herria. l