PIENSO sinceramente que la ahora bautizada como Ley de Memoria Democrática tiene bastante de brindis al sol, la luna y las estrellas. De entrada, es una versión revisitada de la bárbaramente incumplida Ley de Memoria Histórica aprobada con mucho chuntachunta en 2007 por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Y es muy fácil y no del todo incorrecto echarle la culpa a los seis años y medio de Rajoy pernoctando en Moncloa, pero lo cierto es que, más allá de lo cosmético, ni el PSOE de ZP ni el de Sánchez han hecho lo suficiente para convertir los dichos en hechos. Todo se ha quedado en una pirotecnia vacía (lo de cambiar de sitio la momia del dictador y demás) a la que se le ha cogido gusto a tal punto que se ha decidido hacer un remake de la norma.

Constándome que incurro en herejía, insistiré en que lo que pronto recogerá el BOE me parece una colección de tardías buenas intenciones mezclada con medidas demagógicas imposibles de llevar a la práctica. O me lo parecía hasta que el mismo día –anteayer, martes– escuché a José María Aznar y Felipe González echar pestes contra la cosa. Me ahorro glosar los cagüentales del primero y me centro en la antológica frase del segundo. “No me suena bien”, dijo el tipo tras reconocer con el desparpajo habitual que no tenía un gran conocimiento del asunto. En realidad, sí sabía bastante: aunque no le golpea de lleno, esta ley le roza lo suficiente al señalar por primera vez como dudosamente legítima la decisión de combatir a ETA con instrumentos que escapaban de lo mínimamente exigible a un estado de derecho. Es normal, por tanto, que al señor Equis no le suene bien en absoluto.