Hay un momento terrible en la vida de un perro que ni siquiera el más trágico verso que uno recuerde, de Rilke, sin ir más lejos, podría redimir: ese instante final en que el coche se detiene en la cuneta, el animal salta alegre creyendo que va al campo, y el motor arranca dejándolo a solas con su nobleza y el hedor del alquitrán.
Es entonces cuando el animal comienza a entender lo que nosotros fingimos ignorar: que el amor, en su forma más pura, es una carga insoportable para quien no ha aprendido la decencia. En esta tierra en la que se pone la mano en el corazón cuando suena el himno, pero no duda en tirar a la perra preñada al contenedor como si fuera un sofá viejo, se hace urgente algo más que lágrimas en redes sociales y campañas con violines de fondo. Hace falta ley. Una ley fría, rigurosa y sin metáforas. Una multa que no se pague con tarjeta sino con vergüenza.
Dicen que los sentimientos no se legislan, y quizás sea cierto. Pero sí se puede multar el desprecio. Y abandonarlo –porque eso es el abandono: desprecio con alevosía– debería costar caro. Más caro que una lavadora nueva. Más caro que el móvil de última gama con el que, irónicamente, muchos graban al cachorro mientras lo reciben con un lacito rojo por Navidad. Debería doler en el bolsillo, pero también en el historial. Como una multa por conducir ebrio o por pegar a alguien en la calle. Porque quien abandona a un animal comete una forma refinada de violencia: la de quienes no matan con un cuchillo, pero sí con el olvido.
Alguna vez escuché a un viejo abogado decir que la ley debe servir no solo para castigar, sino también para educar al idiota. Un idiota cualquiera, sea hombre, mujer o mediopensionista. Que la sanción sea la tabla de multiplicar de los que nunca aprendieron a conjugar el verbo cuidar. Ahora parece que la multa será de las gruesas, en torno a los 10.000 euros. Bienvenido sea el castigo.
Quien ha mirado a un perro abandonado a la orilla de la carretera sabe lo que es la tristeza sin retórica. La tristeza pura. Un animal no entiende de traición, porque en su mundo no hay espacio para ella. Solo espera, mira, gime. Y eso es lo que debería hacernos temblar. No su ladrido, sino su espera.
La multa no va a cambiar el mundo, pero tal vez logre lo más difícil: que el próximo que piense en hacerlo, se lo piense dos veces. Una por el dinero. Y otra por el miedo a ser un canalla.